Dicen que en ciertas madrugadas, cuando el aliento de la niebla roza la piedra y los herreros duermen, se puede escuchar un golpe seco detrás del muro sur de la iglesia de Castrelos. Como si alguien tocara desde dentro, con los nudillos envueltos en fe.
La leyenda
Hubo un hombre que forjaba clavos como quien entierra años. Vivía en Castrelos y era herrero, de los que no hablaban más de lo necesario y que olían a fuego incluso los domingos. El tiempo le pasó por encima como un caballo sin jinete: mientras otros miraban a las mozas en la fuente, él soldaba las piezas de una vida que no tenía más música que el martillo.
Pero un día, como ocurre con los objetos mal templados, algo en él se quebró: se enamoró de una joven con la fuerza inútil de quien no ha aprendido a amar. Ella era religiosa, hermosa, ajena. Él, ya canoso, no supo más que ofrecerle lo que conocía: una joya grande, maciza, más cerca del peso que del símbolo. Ella dijo que no. Él no supo aceptarlo y decidió secuestrarla.
El secuestro fue tan torpe como su cortejo. La encerró, sí, pero accedió a un deseo insólito: ir a misa todos los días. Lo aceptó porque la iglesia quedaba justo enfrente, y creía que la oración no desharía los barrotes invisibles que él creía haber construido.
Un día, como caen las monedas por rendijas antiguas, se coló una meiga en su herrería. No tocó la puerta. No dejó sombra. Le dijo que iba a morir pronto, y que la joven encontraría consuelo —y algo más— en brazos de un hombre de su edad.
Algo en su alma se oxidó de golpe.
Corrió con un hierro al rojo, deseando estropearle el rostro, esa catedral íntima donde él no fue admitido. La encontró arrodillada, rezando. Cruzó la plaza. Pero antes de que el fuego tocara su piel, algo descendió. Una fuerza que no era del aire ni del mundo. Y la puerta sur de la iglesia se convirtió en muro. No hubo explosión, ni luz. Solo piedra. Piedra repentina. Piedra para siempre.
La pared sigue allí. Sin bisagras, sin rendijas, sin marcas de herramientas. Hay quien asegura que si uno se queda en silencio absoluto, puede escuchar, muy lejos, algo parecido a un lamento… o a un suspiro de alivio.
Y hay quien, como yo, cree que algunas puertas se cierran porque hay cosas que no deben volver a cruzarse. Ni por amor. Ni por fuego. Ni por orgullo.
Lo que nos deja la leyenda
La historia del herrero de Castrelos nos recuerda que la obsesión disfrazada de amor puede convertirse en violencia, y que ni la fuerza ni los regalos sustituyen al consentimiento. También nos habla de cómo la fe puede ser un refugio ante la imposición, y de que a veces el destino —o tal vez algo más alto— protege a quien no puede defenderse. El muro que aún permanece en la iglesia no solo encierra una historia: también enseña que hay puertas que jamás deberían cruzarse.