En las profundidades de la Ribeira Sacra, donde la piedra y el agua han tejido su propia historia, se alza una columna solitaria entre las sombras del río. No es un monolito cualquiera. No fue levantado por manos humanas.
Dicen que es la prueba de un pacto roto, un rastro dejado por el mismísimo diablo.
El deseo de los monjes
Los benedictinos del monasterio de Santo Estevo de Ribas do Sil tenían un problema. El Sil y el Cabe eran fronteras que debían cruzar, y el viejo puente de madera, desgastado por las crecidas, era poco más que un recuerdo en ruinas.
Para llegar a Ourense o Monforte, sus recaudadores dependían de frágiles barcas que, más de una vez, se hundían en las aguas turbulentas. Necesitaban un puente. Uno fuerte, uno eterno.
Pero la voluntad de los hombres raramente es suficiente.
Un trato con la oscuridad
Los monjes apelaron al rey Felipe IV. Rogaron, insistieron. Pero los condes de Lemos, poderosos e influyentes, se opusieron a su deseo.
Así que los monjes buscaron otro benefactor.
Uno que no exigía permisos reales.
Uno que solo pedía almas a cambio de su obra.
El pacto fue sellado en la penumbra de la abadía. El diablo construiría un puente de piedra, sólido e indestructible, en una sola semana. Y a cambio, los monjes le entregarían sus almas y las de todos sus hermanos del monasterio.
La condena eterna por un puente.
El trato estaba hecho.
El pilar maldito
Al amanecer, los monjes salieron a la ribera. Y allí, en el lugar acordado, se alzaba un pilar colosal. No había habido ruido de martillos, ni sudor, ni esfuerzo humano. Solo una inmensa columna de piedra, oscura como la noche.
El diablo había cumplido su parte.
Pero algo se removió en el corazón de los monjes. El miedo. El arrepentimiento. La certeza de que habían negociado con aquello que no debía ser nombrado.
Y así, al segundo día, rompieron el pacto.
El puente nunca se terminó.
El diablo, furioso, abandonó la obra con una risa que aún, dicen, resuena entre los cañones del Sil. Los monjes se quedaron sin puente, pero conservaron sus almas.
La Aguja del Diablo
El tiempo pasó. Los monjes desaparecieron, el monasterio cayó en el letargo del pasado.
Pero el pilar sigue allí.
Se le llama Aguja del Diablo, Agulla do Demo, y aún se alza en Abeleda, en la parroquia de Santo Estevo de Anllo, en Sober.
Un fragmento de lo que pudo ser.
Un testimonio de que, una vez, los hombres pactaron con la oscuridad.
Y de que, por una vez, fueron lo suficientemente sabios como para arrepentirse.