La Reina Loba
Durante años, el miedo fue la única ley en las tierras de la Reina Loba.
Su nombre no se pronunciaba en vano. Era un susurro en la brisa nocturna, un eco en los rincones oscuros de las aldeas, una advertencia a los vivos de que la muerte aún caminaba entre ellos.
Su castillo, un nido de piedra y sombra, se alzaba sobre la comarca como la boca de una bestia abierta en un grito eterno. Desde allí, su hambre era insaciable. No de carne, no de sangre… sino de sometimiento. Su poder no se medía en riquezas, sino en la desesperación que tejía en el alma de su gente.
Cada día, la comarca le ofrecía su tributo: una vaca, un cerdo, un carro de alimento. No por deber, sino por terror. Si alguna familia se atrevía a negarse, sus hombres cruzaban la aldea como una sombra de fuego y cuchillo. Quemaban. Desgarraban. Dejaban la tierra yerma y los cuerpos fríos.
La gente dejó de luchar.
La gente dejó de esperar.
La gente dejó de hablar.
Porque la Reina Loba lo veía todo.
Pero toda opresión tiene un límite.
Cuando el tributo llegó a la aldea de Figueirós, la gente se reunió en la oscuridad, lejos de los oídos que traicionaban y de los ojos que observaban desde las sombras. La discusión fue breve, casi un murmullo cargado de veneno y furia.
Sabían lo que ocurriría si no pagaban.
Sabían lo que ocurriría si se resistían.
Pero morir de hambre o morir luchando… no era la misma muerte.
Forjaron lanzas y jabalinas, afilaron piedras hasta convertirlas en colmillos. Con manos temblorosas, alzaron garrotes y cuchillos, armas burdas, herramientas de una venganza que aún no sabían si serían capaces de ejecutar.
Pero el odio, cuando madura en la oscuridad, se convierte en certeza.
Y cuando la luna se alzó, caminaron hacia el castillo.
Nadie vigilaba las murallas.
Los guardias dormían con la confianza de los que han reinado en el terror demasiado tiempo. Sus cuerpos se abandonaban sobre mesas cubiertas de vino y carne medio podrida, su resuello era pesado, rítmico, confiado. Nunca habían temido la noche.
No hasta ese momento.
Los hombres de Figueirós se deslizaban como espectros entre las piedras, trepaban como sombras al acecho. Sus cuchillos no hicieron ruido cuando abrieron las gargantas de los centinelas. La sangre manó tibia sobre la roca, pero nadie despertó. La pesadilla que ellos habían sembrado durante años estaba a punto de serles devuelta.
Un susurro recorrió el castillo. Una vibración extraña en el aire, como un presentimiento macabro.
Uno de los hombres de la Loba se removió en su sueño. Algo le despertó.
Abrió los ojos.
Y vio la muerte.
El castillo se convirtió en un matadero.
Los campesinos cayeron sobre los soldados con la rabia de siglos acumulados. No hubo piedad. No hubo misericordia. Los cuerpos se retorcían, los huesos crujían, la carne se abría como la de un animal sacrificado.
Las sombras se alargaban en las paredes, deformadas por la luz de las antorchas. Los gritos rebotaban entre las piedras como alaridos de almas condenadas.
Y en la torre más alta, la Reina Loba escuchó su sentencia.
Ella no dormía. Nunca dormía.
Sabía que la justicia podía caminar despacio, pero siempre encontraba el camino.
Y ahora estaba allí, ascendiendo por las escaleras, pisando el suelo ensangrentado, respirando el aire caliente con olor a muerte.
La Reina Loba se aferró a la madera de su puerta. La única barrera entre ella y la multitud.
Escuchó el crujido de la madera cuando comenzaron a golpearla.
Sintió el retumbar de los pasos al otro lado.
Olfateó el hedor de la ira desatada.
Y entonces supo lo que era el miedo.
La puerta cedió.
Un puñal de luz ardiente se abrió en la penumbra de su refugio. Allí estaban.
Ojos vacíos de compasión. Manos ensangrentadas. Cuerpos que ya no eran campesinos, sino vengadores.
La Reina Loba no suplicó.
La Reina Loba no lloró.
Sabía lo que era ser cazadora.
Y sabía lo que era ser la presa.
Así que corrió.
Corrió hacia la única salida que le quedaba.
Y cuando la multitud se abalanzó sobre ella, se lanzó al vacío.
El aire azotó su piel.
El rugido del viento se convirtió en un grito en su garganta.
Las rocas la esperaban abajo con su abrazo final.
Y cuando su cuerpo se estrelló contra la piedra, su reino de terror terminó.
Nunca encontraron su cuerpo.
Solo quedó un charco oscuro en la roca. Solo quedó el eco de su caída en la memoria de la gente.
Pero dicen que, cuando la noche es demasiado silenciosa en la comarca, alguien aún camina por las ruinas de su castillo.
Algunos juran haber oído un susurro en el viento.
Otros aseguran que han visto una sombra moverse entre las piedras.
Y hay quienes creen que la Reina Loba nunca se fue del todo.
Porque el miedo que ella sembró… aún no ha muerto.