La leyenda de As Burgas

El viejo ermitaño Pedro solía decir que el agua tiene memoria.

Los ríos recuerdan el eco de las plegarias susurradas en sus orillas. Los manantiales, el roce de las manos que buscan alivio en sus entrañas. Y las fuentes… las fuentes nunca olvidan el dolor de quienes las invocaron.

Pedro era el guardián del agua. Era él quien conocía los secretos de los canales subterráneos, quien comprendía el fluir oculto de las corrientes, quien había aprendido a domar el fuego líquido que yacía en las entrañas de la tierra.

Pero Pedro era viejo.

Y sabía que la muerte le acechaba con su aliento frío.

Una tarde, sintiendo el peso de su propia decadencia, se sentó en la puerta de su ermita. Sus huesos eran frágiles como ramas secas, y su respiración, un silbido ahogado en la brisa otoñal.

Entonces vio al pastor.

Un muchacho de mirada clara, de voz tranquila, de pasos ligeros como el viento sobre la hierba. Se detuvo al ver al anciano encorvado y le preguntó con genuina preocupación:

—¿Os encontráis bien?

Pedro alzó los ojos con dificultad.

—Dios dispondrá.

El joven frunció el ceño. Algo en la figura del anciano le pareció terrible, como si ya estuviera tocado por la sombra de otro mundo.

—Os traeré un médico —le dijo.

Y se marchó.

Aquel pastor no era como los demás.

No le temía a la soledad de la ermita. No le inquietaban los rumores de la aldea. Volvía cada día. Cruzaba los campos con la luz del alba y regresaba con la última brisa de la tarde. Llevaba pan, agua, compañía. Su presencia se convirtió en un ritual, un lazo silencioso tejido entre dos almas solitarias.

Pero alguien lo observaba.

En el pueblo, una joven seguía cada uno de sus pasos. Sus ojos lo buscaban en cada rincón, su sombra lo perseguía entre los senderos. Le amaba. O eso creía.

Pero el pastor no la veía.

Su indiferencia se convirtió en espinas bajo su piel, en un veneno que le ardía en la garganta. Y el veneno, cuando madura, busca una herida en la que derramarse.

Una noche, bajo la penumbra de una vela temblorosa, tomó el cáliz de la iglesia y lo ocultó en las alforjas del pastor.

Luego, corrió al pueblo con un grito desgarrador.

—¡Ha robado el cáliz sagrado!

Las palabras cayeron como un hacha sobre la conciencia de los aldeanos. El rumor se expandió como una marea oscura, ahogando la razón en la espuma del furor.

No hubo juicio.

No hubo dudas.

Solo un tumulto de manos crispadas, de ojos encendidos por la ira, de pasos que se lanzaban como lobos sobre la presa.

El pastor corrió.

Corrió entre las sombras del bosque, con el viento arrancando sus súplicas de sus labios, con el fuego de las antorchas lamiéndole los talones. Su corazón retumbaba en su pecho como los tambores de un juicio sin redención.

Pero la noche no tuvo piedad.

Cuando las primeras luces del alba tiñeron de rojo los campos, su cuerpo yacía roto entre las piedras del sendero.

Pedro lo supo antes de que se lo dijeran.

Lo supo en el instante en que las aguas de los canales se tornaron turbias, como si la tierra misma hubiera llorado la muerte de su único amigo.

El ermitaño no lloró.

No gritó.

No pronunció palabra alguna.

Pero el agua sí.

Esa misma noche, Pedro descendió por los pasadizos ocultos bajo Ribadavia. Era el único que conocía su trazado. El único que entendía cómo hablarle al río, cómo moldear sus caminos sin perturbar su furia.

Pero aquella vez no buscó domar el agua.

Aquella vez, fue el agua quien le llamó.

Susurraba su nombre en la penumbra.

Le exigía venganza.

Dicen que nadie lo vio salir de los túneles.

Que el agua ardía a su paso. Que las piedras temblaban bajo sus manos. Que, en lo más profundo de la tierra, sus ojos se tornaron blancos como si la vida lo hubiera abandonado.

Cuando la aldea despertó, los canales estaban secos.

Las aguas, antaño cálidas y fértiles, habían desaparecido de Ribadavia.

El manantial había sido arrancado de su vientre.

El fuego líquido había sido desterrado.

Y nadie supo a dónde había ido…

Hasta que las tierras de Ourense se estremecieron con su llegada.

El agua brotó en As Burgas con un rugido terrible.

Emergió con la violencia de una bestia enjaulada, retorciéndose en la roca, escupiendo vapor y azufre, gritando el lamento de una injusticia imposible de borrar.

Dicen que, si inclinas el oído sobre las aguas de As Burgas, puedes oír un murmullo entre el vapor.

No es el rumor del manantial.

No es el aliento de la tierra.

Es un nombre.

Es un susurro maldito.

Es la voz de Pedro, llamando al pastor que nunca volvió.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio