Hay palabras que nunca deberían ser pronunciadas.
Se deslizan entre los labios con la levedad de un susurro, pero tienen el peso de una maldición, de un juramento grabado en la piedra del tiempo.
Hubo hace mucho, en algún rincón de Galicia, un padre con varias hijas. Una de ellas tenía un hambre insaciable. Comía carne. Siempre carne. Y cuanto más le daban, más deseaba. Algo en su mirada se tornaba febril cuando el olor de la carne asada flotaba en la cabaña. Algo en sus manos temblaba cuando sus dedos se cerraban sobre el alimento, como si temiera que se lo arrebataran.
Fue entonces cuando su padre, en un arrebato de impaciencia, dejó caer las palabras malditas:
—¡Aún irás al monte a comer carne con los lobos!
La noche cayó.
Y con ella, la muchacha desapareció.
Dicen que se adentró en el bosque. Que la niebla la envolvió en su aliento húmedo y helado. Que sus pasos se volvieron torpes, que su cuerpo se estremeció en convulsiones y su carne se quebró bajo un dolor imposible de describir.
Dicen que sus huesos se alargaron.
Que sus uñas crecieron hasta convertirse en garras.
Que su piel se cubrió de un pelaje oscuro, y su boca, aquella que antes se abría para devorar con ansia, se convirtió en un hocico que ansiaba desgarrar.
Se dice que en aquella noche sin luna, el primer aullido se alzó entre las sombras.
Desde entonces, era lobo cuando la luna la reclamaba.
Corría con la manada, con el viento azotando su piel y la sangre caliente de los corderos manchándole el hocico. Sus dientes eran puñales, sus garras eran agujas, su hambre era una sombra que nunca la abandonaba. Devoraba. Saqueaba. Arrasaba.
Pero cuando el alba teñía de rojo los cielos, volvía a ser mujer.
En esos momentos, encendía un fuego y se sentaba junto a la hoguera. Los lobos se acurrucaban a su lado, mansos, fieles, rendidos a su extraña autoridad. Entonces no mataban. No cazaban. Esperaban.
Había noches en que los lobos olfateaban viajeros en los caminos, se agitaban con impaciencia, relamiéndose de anticipación. Pero cuando ella hablaba, su voz los detenía:
—Quietos. Dejadlos pasar.
Ella lo ordenaba, y los lobos, como si obedecieran a un pacto ancestral, se detenían.
Pero no siempre.
No recuerda cuándo sucedió.
Tal vez fue en una noche de hambre más profunda que de costumbre. Tal vez fue en una tormenta que cegó sus sentidos.
Pero ocurrió.
El niño reía mientras ella lo devoraba.
Su carne era tierna, frágil, joven. El sabor de la inocencia se deshacía en su boca. Y mientras lo desgarraba, mientras la sangre cálida manchaba su pelaje, sus ojos pequeños la miraban con una sonrisa.
Una risa muda. Una mueca extraña.
Un espectro que la perseguiría para siempre.
Años pasaron. Décadas, tal vez.
Pero el tiempo no es un bálsamo para los condenados.
Ella seguía siendo loba cuando la luna la llamaba.
Seguía siendo mujer cuando el alba la devolvía a sí misma.
Y así habría continuado hasta el fin de los tiempos…
Pero el destino tiene maneras crueles de cerrar los círculos.
Fue una noche sin luna, cuando el hambre la llevó a un molino. Sabía que allí encontraría harina, un poco de sustento para su condena.
Como una sombra se deslizó por el suelo, intentó meterse bajo la puerta, como tantas otras veces. Pero no estaba sola.
El molinero la vio.
Y, sin saber lo que hacía, alzó su cuchillo.
La hoja se hundió en su pata.
Un grito desgarrador desgarró la noche.
Su cuerpo se arqueó en un espasmo imposible.
Su pelaje se erizó.
El mundo giró en un remolino de dolor y sangre.
Y de pronto, la loba desapareció.
La mujer despertó.
Su piel, desnuda y ensangrentada, temblaba bajo la luz de las antorchas.
Era humana. De nuevo.
Pero las sombras aún la envolvían.
Volvió a su casa, donde fue recibida con júbilo. La abrazaron. La vistieron. La alimentaron.
Pero su carne ya no sabía igual.
El fuego en el hogar ya no calentaba igual.
El viento que entraba por la ventana seguía oliendo a bosque, a sangre, a una risa que nunca dejaría de escuchar.
Pasó un verano entero, y un día, unos segadores de Tosende pasaron por el pueblo.
Ella, con una extraña calma en su voz, les preguntó:
—¿De dónde venís?
—De Tosende. De Aguís —respondieron.
Un silencio. Un eco del pasado.
Ella sonrió.
—Esos pueblos los conozco bien —susurró—. Conozco el Cebreiro. Conozco las Canellas de Agra.
Los segadores la miraron con curiosidad.
—¿Y cómo es que conoces esos montes?
Ella dejó escapar un suspiro, y su voz descendió en un murmullo.
—Porque anduve por allí… de hada —dijo. Y su sonrisa se congeló—. Hice muchos estragos.
Se inclinó hacia ellos, y su voz bajó hasta convertirse en un aliento gélido.
—Por ninguno tuve tanta pena… como por un niño que me comí.
Los segadores palidecieron.
Ella se irguió, mirándolos con ojos oscuros.
—Aún lo recuerdo. Mientras lo despedazaba… él me miraba y reía.
Dicen que después de ese día, la mujer lobo desapareció.
Algunos dicen que volvió a los montes.
Otros dicen que se arrojó al río.
Pero hay quienes aseguran que, en las noches sin luna, si te adentras demasiado en el bosque, puedes oír un aullido solitario.
Un lamento que no es completamente humano.
Ni completamente bestia.
Un eco de la maldición… que nunca se rompió del todo.