Hubo un tiempo en que las tierras de Barbança no conocían cadenas.
Los celtas de Touta vivían en armonía con los ríos y los montes, confiando en la fortaleza de sus muros de piedra y en el espíritu de su pueblo. Pero las sombras de la conquista llegaron desde el sur, y con ellas, una legión romana que pretendía someter lo que nunca había sido sometido.
La guerra fue feroz.
Los invasores encontraron en los celtas una resistencia inquebrantable. Eran guerreros que no temían la muerte, hijos de una tierra que les enseñó a luchar con la fuerza de las mareas y el ímpetu de los vientos. Sus armas resonaban en la espesura, y los montes devolvían su grito de batalla.
Los romanos, desesperados, recurrieron a la traición.
Sobornaron a un hombre de la tribu, alguien que vendió la sangre de su pueblo a cambio de oro. Y así, en el amparo de la noche, la hija del rey de Touta fue arrebatada de su gente.
Cuando la aurora iluminó los montes de Barbança, la noticia corrió como un incendio. La princesa era prisionera.
Los romanos enviaron un mensaje claro: su vida sería respetada si los celtas entregaban las armas y pagaban un tributo en oro. La tribu, desgarrada por el dilema, optó por salvarla. Dejar las armas significaba la rendición, pero su juramento de sangre no les permitía abandonar a su princesa.
Cuando los guerreros llegaron al lugar acordado, las armas cayeron al suelo. Un estruendo metálico llenó el valle, como un trueno seco que anunció el fin de su resistencia.
Los romanos cumplieron su promesa. La princesa fue devuelta viva.
Pero no intacta.
Su cuerpo aún respiraba, pero sus pechos habían sido cortados. Su sangre manchaba la tierra que juraron proteger. El sacrificio había sido en vano.
El silencio que siguió fue más brutal que la guerra.
Los celtas recogieron su cuerpo mutilado, pero no pronunciaron palabra. Solo escucharon el rugido del río.
Dicen que desde aquel día, las aguas del Barbança gritan al llegar al mar.
Que su corriente se estremece con la misma furia con la que cayeron las espadas en el suelo. Que el río no ha olvidado, y cada vez que sus aguas rompen contra la roca, el eco de la traición resuena en la eternidad.
Y al borde del océano, donde la tierra se acaba y el horizonte es solo un abismo de espuma, los jóvenes siguen lanzando piedras al agua.
No son piedras cualquiera. Son runas, fragmentos del pasado, testigos de un secreto ancestral.
Dicen que quien logra hacerlas rebotar sobre la superficie puede pedir un deseo. Pero algunos creen que no es solo un juego.
Que en cada piedra lanzada, en cada onda que se extiende sobre el agua, la memoria de la princesa se agita bajo la corriente.
Que mientras el río siga rugiendo, su historia jamás será olvidada.