Los piratas

Las Rías Baixas han sido siempre un espejo del cielo, donde el mar y el viento susurran historias de tiempos remotos. Durante años, la paz reinó en estas aguas, y los mercaderes griegos de la villa de Herizana navegaban sin temor, comerciando con tierras lejanas. También los hijos de Teucro, herederos de linajes antiguos, custodiaban la costa, orgullosos de su sangre y de su destino.

Pero la paz nunca es eterna.

Una noche sin luna, llegaron los piratas.

No venían con estandartes ni proclamas de conquista. Eran hombres sin tierra, espectros de un reino perdido que el océano había arrojado contra estas costas. Sus barcos emergieron de la bruma como sombras errantes, y con ellos llegó el miedo. Desde la boca de la ría de Teucro, donde se asentaron, se convirtieron en dueños de la corriente, cazadores de toda embarcación que se aventurase en las aguas. No hubo más comercio, no hubo más rutas seguras.

Los pescadores dejaron sus redes, temerosos de que el mar no los devolviera a casa. Las aldeas se llenaron de rumores: que los piratas eran guerreros desterrados de tierras desconocidas, que su hambre no distinguía entre oro y sangre, que su presencia no era más que un aviso de que el verdadero peligro aún estaba por llegar.

El silencio se apoderó de los puertos.

Los mercaderes que aún no habían huido, esperaban en vano a que el horizonte les trajera embarcaciones con bienes de otras tierras. Pero el horizonte estaba vacío, y la desolación comenzó a devorar el espíritu de la gente.

Los caudillos de las tribus cercanas se reunieron en asamblea, en un consejo silencioso donde la única certeza era el temor. Los hijos de Teucro y los helenos sabían que el tiempo se agotaba.

La guerra era una opción. Pero una guerra significaba exponer sus hogares, dejar sin protección a los suyos. La indecisión se convirtió en su mayor enemigo. Nadie osó enfrentarse a los piratas. Nadie tuvo el valor de actuar. No había batalla posible contra el miedo.

El invierno pasó como una herida abierta en la piel del tiempo.

Y entonces, sin previo aviso, los piratas llegaron a las puertas del poblado teucrano.

Pero no venían con espadas, sino con palabras.

El jefe pirata, acompañado de doce guerreros, se presentó ante los caudillos con un gesto que nadie esperaba: pidió perdón. No eran conquistadores ni saqueadores por placer. Eran supervivientes de una masacre. Su pueblo había sido destruido por un enemigo más poderoso, y la única opción que les quedaba era la huida. Pero ya no había lugar al que huir.

Los mercaderes, que ya conocían su historia, sabían que el César había sido advertido de su presencia. Su exilio estaba contado en los mapas de Roma, y el tiempo para ocultarse se había agotado.

Los caudillos observaron a los piratas con cautela. No eran tan distintos. Sus ojos reflejaban la misma luz, su piel había sentido el mismo viento, su lengua era dura pero no desconocida. ¿Eran invasores o eran hermanos de sangre, arrancados de su hogar por un destino cruel?

Por un instante, el silencio se impuso sobre la incertidumbre.

Y en ese instante, la decisión se tomó.

Los gallegos se apiadaron de los piratas y les mostraron el camino hacia Brigantium. Allí, quizás, el caudillo de la ciudad les daría un consejo, o les hablaría de la isla que «nadie conoce». Era la única oportunidad que tenían de evitar la muerte.

El jefe pirata inclinó la cabeza con gratitud. Como último gesto antes de partir, entregó todo lo que no podían llevarse en sus barcos: oro, especias, telas. Riquezas inútiles para quienes solo buscaban una oportunidad para sobrevivir. Luego, sin más palabras, se despidieron y partieron con la primera marea.

Pero el destino ya estaba sellado.

Los mercaderes que regresaban a Herizana trajeron consigo un susurro inquietante: los mares ya no eran seguros. Desde el sur llegaban rumores de una gran flota de guerra, enviada para someter todo lo que encontrase en su camino. No venía solo por los piratas. Venía por todos.

Una luna después, el horizonte se cubrió de velas blancas.

Los barcos de guerra se alinearon en la ría como un ejército de sombras. No traían solo espadas: traían oro suficiente para comprar las voluntades de quienes dudaban. Las palabras llegaron antes que las armas. No hacía falta una batalla para conquistar un pueblo: bastaba con dividirlo.

El César no necesitaba enfrentarse a los guerreros de las Rías Baixas, solo debía esperar a que se quebraran entre ellos.

No hubo batalla. No hubo gloria. Solo promesas rotas y tierras entregadas.

Desde aquel día, los mares de las Rías Baixas dejaron de ser libres.

Los mercaderes volvieron, sí, pero con leyes que ya no eran suyas. Los pescadores regresaron a sus barcos, pero el océano ya no les pertenecía. La libertad se había convertido en un recuerdo, y los dioses de las olas no escuchaban más plegarias.

Y de los hijos de Teucro, de los helenos que habitaron la Gallaecia, de los pocos que conocían el secreto de la isla que «nadie conoce», no quedó rastro. Se negaron a rendirse, y con ellos desapareció una parte de la historia, engullida por las olas, perdida entre la espuma.

Pero el mar nunca olvida.

Todavía hoy, cuando la niebla se posa sobre las aguas y el viento susurra entre las rocas, hay quienes dicen que pueden oír el eco de un juramento antiguo.

Un juramento que el tiempo no ha podido borrar.

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